La edición de "El País" de ayer publicaba un artículo en el que recoge el entusiasmo que ha cosechado en las melancólicas filas de la izquierda italiana la irrupción de Debora Serracchiani, la joven secretaria del Partido Democrático (PD) en Udine (noreste de Italia). Entre las expresiones que han sembrado el entusiamos en las filas del PD italiano esta cuando afirma que
"La diversidad del partido es su riqueza, pero hay que aprender a hablar con una sola voz, a respetar a las mayorías, y si es necesario, a dejar a alguno en casa"
en clara referencia a que una de las claves de la debilidad de la izquierda italiana y la consiguiente hegemonía de las fuerzas conservadora de Berlusconni y Fini ha sido la división interna de los progresistas, así como la pluralidad de voces contradictorias entre sí.
Y es que, aterrizando en nuestro terruño, a raíz del último periodo congresual del PSN, algunos hemos aprendido de los errores cometidos en el pasado, no ya tanto por el fondo en sí sino especialmente por la forma: en que la población, de cara a confiar en una organización política, tiene que percibir un mensaje ilusionante, coherente interno y, sobre todo, externamente. En que las dispuestas internas de los partidos políticos amplificados a la sociedad es un espectáculo tan poco edificante como poco útil, porque sencillamente la sociedad desconecta.
En este contexto, y ante el manidos discurso de la defensa de la pluralidad interna, es un error pensar que apelar a la unidad de acción externa es limitar la libertad de expresión. Quien así lo proclama o bien se equivoca o, como vulgarmente se dice, quiere arrimar el ascua a su sardina. El fundamento de un sistema democrático o de funcionamiento de las organizaciones políticas es la dotación de una estructura interna de amplia participación, que permita la libre expresión en los órganos competentes de puntos de vista diferentes de cara la toma democrática de la mejor decisión posible. Y por ello, una vez tomada la decisión, la unidad de acción se hace imprescindible.
El respeto a las posiciones minoritarias (y un servidor, en muchas ocasiones, ha estado en dicha posición), no es compatible con debilitar la decisión adoptada por la mayoría. Porque si una minoría, pese a todo, no solo no acata sino combate la decisión democrática de los órganos a los que pertenece sencillamente es una muestra palpable o bien de necesidad ansiosa de protagonismo o, lo que sería más grave, de intolerancia y mala fe.
Quien pertenece a una organización, institución o estado tiene que acatar las reglas del juego, precisamente, por la supervivencia de la propia organización y estructura social. Y por la previvencia de la democracia.
A este decisión he llegado hace ya un tiempo, tras una profunda reflexión personal y compartida, cada uno en sus circunstancias y trayectoria, con muchas personas que, en el inmediato pasado, nos hemos dedicado a dar un espectáculo poco edificante a la sociedad navarra. Y por ello confio que en que unos u otros lleguen a la misma consclusión, en que es posible la exposición de puntos de vista diferentes, reflejo de la pluralidad y la riqueza interna, sin que ello suponga cercenar la necesidad de la unidad del mensaje.